Justo cuando los hinchas y simpatizantes que conforman el numeroso pueblo colocolino esperaban gritar lo más fuerte posible un gol que valiera un siglo, el destino responde aguando la fiesta. En una noche de Libertadores, con los ojos del continente encima, dos seguidores del cacique son asesinados en las afueras del templo popular y el partido se suspende por desmanes. Lo más grave de todo es que esto sí se vio venir, el fracaso albo estaba cantado.
En una senda similar a la historia del país, la institución de Macul vive su centenario en una crisis estructural y de sentido. No es de extrañar, porque, como reza una de las canciones más bellas del conjunto, es el equipo “desde el cura hasta el ladrón”. Esta escuadra como pocas otras cosas es un reflejo vivo del territorio nacional, con sus luces y sombras. Tal como dijese Luis Emilio Recabarren en 1910, a motivo de otras conmemoraciones, en el caso del aniversario albo la actualidad dicta que “nada, pero nada, tiene que celebrar el pueblo en esta fecha”.
El sentido histórico del eterno campeón no es otro que ser el elenco que ha profesionalizado el deporte rey en nuestro país, el gran semillero de las selecciones nacionales y una de las instituciones civiles más numerosas y poderosas de Chile que, con su característica de ser un equipo de balompié, ha copado las mejores horas de ocio de las personas más pobres de esta tierra. Esto tiene un respaldo en números: en 2021 el conjunto logró tener más de 80.000 socios al día, eso solo lo hace comparable con organizaciones como el Hogar de Cristo.
En 2023, con los Juegos Panamericanos, comprobamos que el contagio del deporte es capaz de llenar las calles con salud mental, física y buenas energías. La escuadra alba ha provocado eso mismo, solo que a lo largo de 100 años e influyendo en millones de personas. Como suele decirse, todo lo que sucede cerca de esta insignia es exagerado.
La institución popular ha sido una de las pocas del país que ha reivindicado la identidad del pueblo más humilde, sin suprimirla ni coartarla. Esta es una nación en que la clase social de origen sigue siendo una marca de nacimiento Fue esto lo que visibilizaron las personas para el estallido social de octubre del 2019 cuando expresaron que la desigualdad de trato era la peor de las desigualdades. La clase alta ha buscado durante centurias diferenciarse de lo “roto” (lo popular) y de lo “siútico” (sectores medios) y en que algunas familias mapuches han cambiado su apellido para no sentir la carga del racismo. Pero en Colo-Colo, Lautaro -el líder que asesinó a Pedro de Valdivia- da el nombre a una tribuna en el estadio. Cuesta creer que eso pasaría en otro lugar, la carga simbólica es inmensa. Es ese tipo de detalles que uno descubre que es en esta patria que el cuadro de Pedrero ha asumido una actitud absolutamente distinta, ha abrazado desde los símbolos los significados de lo “roto”, lo mapuche y lo popular.
Otra dimensión bonita del club ha sido su característica casa deportiva disciplinadora. El cacique en muchos momentos de su historia se ha parecido a la mejor versión del Instituto Nacional o el Internado Nacional Barros Arana (de hecho, existe la “Casa Alba”): jugador que llega tarde a un entrenamiento, jugador despedido. Obviamente que eso tuvo excepciones cuando se ha tratado de futbolistas fuera de serie y ahí quizás está una de las causas de la derrota actual. Al igual que nuestra nación, el conjunto albo es leguleyo, intenta ser ordenado, dice ser formalmente viable, pero la realidad lo evidencia como un lugar caótico, dinámico e impredecible. Quizás un desafío sociológico para la entidad colocolina es cuantificar, llevar a métricas y resultados el aporte del equipo a la movilidad social de cientos de familias.
Otro de los pilares que dan sentido a esta camiseta en su centenario es su rol histórico como impulsor del profesionalismo deportivo nacional. No solo fue el primer conjunto en institucionalizar los entrenamientos y en comprender que el deporte debía planificarse con rigor, sino que también participó activamente en la creación de los torneos que antecedieron a la actual Copa Libertadores, consolidando desde temprano una vocación internacional. Su búsqueda de excelencia no fue solo simbólica o romántica, sino práctica y constante: entrenadores con métodos europeos, giras al extranjero, profesionalización de sus divisiones menores, y una excesiva inversión en infraestructura lo transformaron en un referente. Esa tradición de mover la frontera de lo posible se sostuvo durante décadas, y permite entender por qué la historia del balompié nacional —incluso la de su selección— está escrita con tintes blancos y negros.
Un hecho que se ha reconocido menos es el enorme influjo que ha tenido esta camiseta como dinamizadora del fútbol practicado por mujeres. En esa área, ha cumplido exactamente el mismo rol que en el masculino: liderar la profesionalización de la actividad. No olvidemos nunca que la rebeldía que empujó el profesor normalista David Arellano estuvo estrictamente relacionada a mejorar los estándares profesionales para el mejor desempeño del juego. En el balompié femenino ha sido el eterno campeón y quizás Santiago Morning, los que han estado corriendo permanentemente la frontera de lo digno y lo justo para las mujeres futbolistas y, cómo no, eso trae resultados deportivos: desde 2012 el club es también el único que ha ganado una Copa Libertadores de mujeres.
Asimismo, otro aspecto destacable del cuadro albo es que en la era de las sociedades anónimas, ha sobrevivido el Club Social y Deportivo del más grande de Chile, es decir, sigue vigente la estructura original. Eso ha sido posible gracias a un centenar de hinchas que no soltó el Club Social pese a todos los embates y ofertones. Porque pese a la lectura variopinta que podemos hacer del rol de las sociedades anónimas en el fútbol, el Club Social aún tiene un rol vivo en los destinos de la institución, representa dos votos en el directorio, aporta con cuatro ramas deportivas y está preparándose para sustituir a Blanco y Negro cuando termine su paso legal por la escuadra.
Juntos a sus extraordinarios números deportivos, para ello basta decir que en 100 años el equipo ha sido campeón del torneo nacional en 34 ocasiones, es decir, una vez cada 3 años logra ser el mejor del país, una de las mayores demostraciones de la riqueza del patrimonio colocolino está en su producción bibliográfica propia. Los registros indican que la biblioteca colocolina está compuesta como mínimo por 40 libros. Ningún otro equipo chileno puede decir lo mismo. Los libros van desde los años fundacionales, hasta estudios del Monumental o crónicas del 2022 cuando la escuadra logró ser campeón en quiebra.
Por todo esto, cuando el popular deja de ser el dinamizador del profesionalismo o deja de ser el “Instituto Nacional” del balompié lo que queda a la vista es una crisis de sentido y una ruptura en su razón de ser. En el marco de esta conmemoración, el equipo ha estado lejos de estar moviendo la frontera de lo deseable en la profesionalización del deporte. Al contrario, nos hemos enterado por la prensa de la existencia de una plaga de cucarachas en el estadio y el fatídico 10 de abril marcó un punto de no retorno. Todos quienes asistimos al estadio con mayor o menor frecuencia, sabemos que hace años que se respira un ambiente muy tenso y que nos estaba penando la pregunta ¿cuándo va a suceder? ¿Cuándo va a pasar eso que no sabemos qué es pero que será un desastre?
Por eso, quizás, este centenario sombrío pueda también ser una oportunidad. El club de Pedrero, que ha sido muchas veces la marraqueta más crujiente y el té más dulce, aún conserva su gente. El potencial creativo e intelectual de esos millones de hinchas es ilimitado, todos los que amamos este país sabemos lo que somos capaces de lograr millones de chilenos. Cada hincha colocolino sabe que lo vivido este 10 de abril no borra el siglo, sino que exige volver a ponerse de pie. Tal como ha ocurrido tantas veces, el club albo deberá reinventarse, corregir el rumbo y recuperar el sentido. Porque si algo ha demostrado esta camiseta en estos 100 años es que vence quiebras, la muerte trágica del fundador, fraudes arbitrales internacionales y utilizaciones políticas. Solo así, marcando el 10 de abril como el punto final de una tragedia, podremos volver a vivir una realidad que nos permita cantar que laureles dejamos por todos los caminos y confiar en que el destino es una antorcha inmensa de gloria.
*Tomás Manuel Fábrega, autor del libro de poesía Las primeras avenidas, es magíster en Estudios Latinoamericanos (Universidad de Chile) y licenciado en Historia y Periodista (Universidad Diego Portales).