La izquierda no termina de concordar en una concepción moderna del individuo y su relación con la sociedad y la acción colectiva. Por ello, al contraponer una noción acotada/meramente negativa de la individualización con la idea de solidaridad y acción colectiva, se hace difícil entender al individuo moderno, su capacidad de agencia y reflexividad, lo que contribuye a generar una distancia, a veces insalvable, con la ciudadanía, lo que en condiciones de una relativa despolitización resulta en un terreno fructífero para el autoritarismo de ultraderecha.
De la sociedad contra los individuos a la sociedad de los individuos
Ya en 1939, Norbert Elias llamaba la atención respecto de que una de las grandes controversias de su tiempo se desarrollaba entre quienes sostienen que la sociedad en sus diferentes manifestaciones —la división del trabajo, la organización estatal o cualquier otra— es solo un «medio», siendo el «fin» el bienestar de las personas, y quienes afirman que el bienestar de los individuos es menos «importante», siendo lo más importante, el «fin» de la vida individual, el mantenimiento de la unidad social de la que forma parte. Según Elias, se perfilan dos campos opuestos; el primero se aproxima a las formaciones sociohistóricas como si fuesen diseñadas, planificadas y creadas por un cierto número de individuos; para otros, por el contrario, los individuos no juegan papel alguno. La sociedad es concebida como una entidad orgánica supraindividual que avanza ineluctablemente. Es el caso notable de Hegel: el Weltgeist (el espíritu del mundo) “se materializa en un mundo histórico en movimiento” (Elias, 2001, p.5). En todo caso, concluye el autor:
Y mientras que en el primer bando permanece oscuro cómo se puede tender un puente entre las acciones y los propósitos individuales y tales formaciones sociales, no está más claro, en el segundo bando, cómo se deben vincular las fuerzas que producen las formaciones con los objetivos y las acciones de las personas individuales, ya se considere a estas fuerzas como anónimamente mecánicas o como fuerzas supraindividuales basadas en modelos panteístas. (Elias, 2001, p.5)
Zygmunt Bauman retoma la tesis de este autor y sostiene que Elias, rompiendo con la tradición iniciada por Hobbes, y consolidada y convertida en doxa —el marco no estudiado de todo conocimiento ulterior— por John Stuart Mill, Herbert Spencer y la ortodoxia liberal de nuestro siglo, sustituyó «la sociedad y los individuos» y «la sociedad contra o frente a los individuos» por «la sociedad de los individuos», desplazando así el discurso del imaginario de las dos fuerzas enzarzadas en una batalla a muerte, pero interminable, de libertad y dominación, para poner en su lugar el imaginario de la «concepción recíproca»:
la sociedad que configura la individualidad de sus miembros y a los individuos que forman la sociedad a partir de las acciones vitales de éstos al tiempo que busca practicar estrategias plausibles y factibles dentro del entramado, socialmente tejido, de los dominios y dependencias de los mismos. Forjar a los miembros como individuos es la marca registrada de la sociedad moderna. Sin embargo, esa refundición no fue un acto aislado e irrepetible. Es una actividad escenificada a diario. Se puede decir que la sociedad moderna consiste en su actividad de «individualizar» en la misma medida en que las actividades de los individuos consisten en ese diario remodelar y renegociar sus compromisos mutuos que se llama «sociedad». Ninguno de los dos socios se queda donde está durante mucho tiempo. Por tanto, el significado de la «individualización» cambia constantemente, adoptando formas siempre nuevas —al igual que los resultados acumulados de su historia pasada establecen normas siempre nuevas y producen suertes del juego siempre nuevas—. (Bauman, 2020, p.19)
Diciéndolo en pocas palabras, la «individualización», sostiene Bauman, consiste en hacer que la «identidad» humana deje de ser un «dato» para convertirse en una «tarea», y en cargar sobre los actores la responsabilidad de la tarea y de las consecuencias (y efectos secundarios) de su actuación. En otras palabras, consiste en establecer una autonomía de jure (aunque no necesariamente de facto) (Bauman, 2020, p.20). Del mismo modo, sigue sosteniendo Bauman, que tener que devenir en lo que se es, es la marca característica de la vida moderna, y solo de esta (pero no de la «individualización» moderna; esta expresión es evidentemente pleonástica: hablar de individualización y de modernidad es hablar de la misma condición social). La modernidad sustituye a la determinación del estatus social con una autodeterminación compulsiva y obligatoria (Bauman, 2020, p.21).
La individualización ha venido para quedarse sostiene Bauman. Toda elucubración sobre los medios de abordar su impacto en la manera de conducir las vidas debe comenzar según Bauman, reconociendo este hecho:
La individualización trae a un número de hombres y mujeres cada vez mayor una libertad de experimentar sin precedentes; pero también trae una tarea sin precedentes: hacer frente a las consecuencias. El grandísimo abismo que se abre entre el derecho a la afirmación personal y la capacidad de controlar los marcos sociales que tornan factible o no realista dicha afirmación personal parece ser la principal contradicción de la «segunda modernidad», una contradicción que, mediante la prueba del error, la reflexión crítica y la experimentación atrevida, todos debemos aprender a resolver colectivamente. (Bauman, 2020, p.27)
La individualización en la sociedad de la nueva modernidad
Kathia Araujo y Danilo Matuccelli, en su obra de dos volúmenes Desafíos comunes. Retrato de la sociedad chilena y sus individuos (2012), rechazan la idea de que los individuos que conforman la sociedad chilena sean “neoliberales”; las cosas son más complicadas, afirman. Cualquiera sea el peso del neoliberalismo y la indudable especificidad del momento histórico presente, ello no es suficiente para caracterizar el tipo de individuo. No solo como efecto de la diferenciación social no reducible al advenimiento de la lógica neoliberal sino también “porque leída desde las experiencias individuales, la vida es más heterogénea, más ambivalente, más abierta” (Araujo y Martuccelli 2012, p.14) Ello deriva primero de una revolución de los anhelos de igualdad, la demanda de una creciente “horizontalidad”, tanto en los intercambios interpersonales como en relación con las instituciones. Crucial para la descripción de la sociedad chilena es, según los autores, “la articulación específica entre capitalismo y democracia”. En tal sentido, concluyen:
La sociedad chilena actual es una sociedad en la cual muchos de sus desafíos, sin menoscabo de la fuerza efectiva tanto del neoliberalismo como del anhelo democratizador, no pueden más ser definidos “desde arriba”. Para dar cuenta de estos desafíos es preciso describir el sinnúmero de formas por las que esta tensión se declina y transforma en las diversas experiencias sociales. La unidad del análisis sociológico debe pues buscarse “desde abajo”, en las maneras concretas como esta tensión se declina en los diferentes dominios, articulándose en pruebas con orientaciones sociales y culturales específicas, y, por ende, a través de los múltiples rostros con los que se presenta a los actores. Solo así es posible dar cuenta de la manera cómo los individuos habitan lo social, y responder al reto de la imaginación sociológica enhebrando las interpretaciones históricas con las experiencias subjetivas. Ahora bien, si aprehender la naturaleza del lazo entre la historia colectiva y la vida personal fue lo que llevó a Mills a privilegiar, ayer, el trabajo de socialización y la noción de personalidad, es esta misma preocupación la que nos lleva hoy a privilegiar la noción de prueba y el trabajo de los individuos. (Araujo y Martuccelli, 2012, p.14)
De esa forma, Araujo y Martuccelli se inscriben en las ciencias sociales de la individuación afirmando que los individuos se producen al calor de su encuentro con los condicionantes sociales y que, en esa medida, ellos son producidos históricamente, pero se distinguen porque, a su juicio, lo central “es reconstruir el carácter específico de una sociedad histórica a escala de los individuos” (Araujo y Martuccelli, 2012, p.15), aunque también rechazan la postura de algunos de privilegiar los determinantes estructurales. Así, utilizando la noción de prueba (desafíos históricos culturales, socialmente producidos, culturalmente representados, desigualmente distribuidos, que los individuos –todos y cada uno de ellos– están obligados a enfrentar en el seno de la sociedad) los procesos de individuación son definidos:
por una combinación entre la naturaleza estructural de las pruebas que se deben afrontar –una dimensión que subraya nuestra participación en un colectivo social e histórico común–, y el trabajo de los individuos –las maneras en las que cada actor las percibe y las enfrenta singularmente a través, por un lado, de ciertos ideales que lo orientan y, por el otro, por lo que su propia experiencia personal le dice sobre las vías posibles, aconsejables y eficientes para presentarse y conducirse en lo social. (Araujo y Martuccelli, 2012, p.16)
Beck y Beck–Gernsheim, autores del libro La individualización. El individualismo institucionalizado y sus consecuencias sociales y políticas, aluden a que la individualización es algo que se ha verificado empíricamente en numerosas entrevistas y estudios cualitativos, los cuales apuntan a una preocupación principal: “la exigencia de controlar el propio dinero, tiempo, espacio vital y cuerpo. En otras palabras, que la gente exige el derecho a desarrollar su propia perspectiva sobre la vida para poder actuar en ésta” (Beck y Beck–Gernsheim, 2020, p.91). Se trata de un proceso propio de la fase tardía de la modernidad y es producto propio del mercado del trabajo y se manifiesta en la adquisición, oferta y solicitud de toda una serie de cualificaciones laborales asociadas a la educación, la movilidad y la competencia (Beck y Beck–Gernsheim, 2020, p.92).
En este contexto, Beck y Beck–Gernsheim sostienen la tesis de que, en los países desarrollados, en la posguerra, el desarrollo del Estado del bienestar trajo consigo una orientación social hacia la individualización en una escala y de un dinamismo sin precedentes bajo el disfraz de unas relaciones de desigualdad básicamente constantes. Sobre el telón de fondo de un nivel de vida y de seguridad social comparativamente elevado, la ruptura de la continuidad histórica vino a liberar a la gente de los vínculos de clase tradicionales y de las apoyaturas familiares y cada vez la dejó más sola frente al mercado laboral, con todos los riesgos, oportunidades y contradicciones consiguientes (Beck y Beck–Gernsheim, 2020, p.89).
La (relativa) liberación de los individuos de los determinantes de origen
Para estos autores, el acceso al mercado laboral y las características de este tiene como consecuencia la “liberación” de los individuos de las ataduras de la familia, del vecindario y de la ocupación, así como de su vinculación a una cultura y un paisaje de carácter regional. Este fortalecimiento de la individualidad se confronta
con los aspectos colectivos «fatales» del mercado laboral, como son los riesgos sociales del trabajo asalariado (desempleo, descualificación, etcétera). Pero sólo en la medida en que estos riesgos se reducen —mediante la riqueza relativa y la protección social—, la individualización conduce realmente a una disolución de los entornos vitales asociados a las subculturas de la clase y el estatus. (Beck y Beck–Gernsheim, 2020, p.89)
La tendencia a unos estilos de vida individualizados y a unas situaciones existenciales personales, según los autores, fuerza a la gente —por amor a la supervivencia material— a convertirse en el centro de sus propios planes y de su propia conducta (Beck y Beck–Gernsheim, 2020, p.89).
En tal sentido, los autores sostienen que con ello se desencadena un proceso de erosión y evolución social y cultural. El devenir y las consecuencias de los procesos de individualización en el seno de la sociedad son, pues, de interés general para la comprensión de los cambios sociales que se están produciendo en esta fase de la modernidad avanzada. Hay sólidas indicaciones en el sentido de que tienden a producir cambios importantes en la significación y modelado sociales de estructuras centrales del entorno vital como la familia (el matrimonio, los familiares), los roles de género, las relaciones comunitarias, las relaciones laborales y las afiliaciones a los partidos, y de que ayudan a explicar los «nuevos movimientos sociales» y la conducta política en general, incluida la cuestión del consenso y la gobernabilidad de las sociedades modernas (Beck y Beck–Gernsheim, 2020, p.91).
En tal sentido, para los autores, el leitmotiv que recorre todas sus explicaciones es que la individualización: a) es una característica estructural de una sociedad altamente diferenciada, y b) no pone en peligro su integración, sino que más bien la hace posible. La creatividad individual que suscita se considera un espacio para la renovación de la sociedad en unas condiciones de cambio radical. En la modernidad desarrollada —por decirlo de manera descarnada—, la «mutualidad» y la comunidad humana ya no descansan en tradiciones sólidamente establecidas, sino que lo hacen más bien en una colectividad paradójica de individualización recíproca (Beck y Beck–Gernsheim, 2003, pp.29–30).
Los autores precisan el concepto “individualización” como “individualismo institucionalizado”. Con ello se refieren a instituciones centrales de la sociedad moderna, no orientadas al grupo sino al individuo, esto es derechos civiles, políticos y sociales fundamentales; el empleo remunerado, la educación y la movilidad que ella conlleva. Retomando la terminología marxista, Beck y Beck–Gernsheim sostienen que, en la segunda modernidad, “la separación entre análisis subjetivo y objetivo, entre conciencia y clase, entre überbau (superestructura) y Unterbau (infraestructura), está perdiendo importancia. La individuación no es más una mera realidad subjetiva; tiene lugar también a nivel económico, de las clases reales, lo que tiene como consecuencia, según los autores, que por primera vez en la historia el individuo se convierte en la unidad básica de la reproducción social. Más aún, la individualización se está convirtiendo en la “estructura social de la segunda modernidad” (Beck y Beck–Gernsheim, 2003, p.30). Los autores no rechazan el concepto de clase, más bien sostienen que ha experimentado un renacimiento en el nuevo contexto global pues es “la individualización y fragmentación de las crecientes desigualdades en biografías separadas lo que se constituye en una experiencia colectiva” (Beck y Beck–Gernsheim, 2003, p.33).
La acción colectiva (y política) en la sociedad de las singularidades
Para pensar en este contexto un nuevo horizonte, Pierre Rosanvallon propone la noción de una sociedad de iguales que incluye la idea tradicional de similitud, independencia y ciudadanía como formas de concebir la relación de igualdad entre los individuos. Se hace necesario, sin embargo, según el autor, ampliar esta visión hacia la idea de la igualdad de las singularidades, la reciprocidad y la comunalidad. La aspiración a la singularidad de un individuo toma forma solo en relación con la diferencia respecto de los otros, lo que implica al mismo tiempo que él necesita coexistir con ellos. En tal sentido, la diferencia que define la singularidad vincula la persona a los otros. La diversidad deviene así en el estándar de la igualdad: “Cada individuo busca su propio camino y el control de su historia. Todos somos similares por el hecho de ser incomparables”.
Esta forma de igualdad define un tipo de sociedad cuyo modo de composición no es ni el universalismo abstracto ni el comunitarismo basado en la identidad, sino más bien la construcción dinámica y el reconocimiento de la particularidad. Este cambio tiene implicaciones significativas. Primero, sugiere que los individuos ahora buscan participar en la sociedad sobre la base de sus características distintivas en lugar de las comunes. El valor de la singularidad es, por lo tanto, directamente social. La singularidad no es un signo de retiro de la sociedad (el individualismo como retirada o separación). Más bien, señala una expectativa de reciprocidad, de reconocimiento mutuo. Esto marca el advenimiento de una era plenamente democrática: la base de la sociedad no reside en la naturaleza, sino únicamente en una filosofía compartida de igualdad. De ello se deduce, además, que la democracia como un tipo de régimen político ya no es distinta de la democracia como una forma de sociedad. (Rosanvallon, 2011, p.360)
Predominan en el análisis para explicar la conducta humana la teoría de la elección racional y alternativas como la noción de racionalidad limitada y del desinterés. Mientras la primera considera que los individuos antes de tomar una decisión comparan los costos y beneficios de los diferentes cursos de acción con el objeto de maximizar su interés propio (el paradigma del homo oeconomicus), la segunda releva las nociones de conductas cooperativas y el altruismo. Rosanvallon recalca que el comportamiento de las personas no es ni totalmente egoísta ni verdaderamente altruístico sino que es un compuesto de ambos en proporciones que varían según los individuos y las circunstancias, pero que la reciprocidad es esencial.
Algunos llegan incluso a hablar de homo reciprocus u homo reciprocans. La reciprocidad puede definirse como igualdad de interacción. Es similar en carácter a la igualdad procesal, que Tocqueville consideraba la única regla que todos podían aceptar en una sociedad en la que todos buscaban ascender al mismo tiempo. (Rosanvallon, 2011, p.273)
Para Rosanvallon, el equilibrio de que depende la reciprocidad toma dos formas: de intercambio y de involucramiento (implication). La primera puede restringirse a las transacciones materiales o ser expandida para incluir bienes simbólicos que incluyen la obligación de devolver el favor. En ambos casos, sin embargo, la reciprocidad implica una división justa en los intercambios de los individuos. La reciprocidad de involucramiento alude a otra forma de paridad: “Su objeto es la propia relación social, que se produce y se consume simultáneamente. Puede adoptar diversas formas, como la coproducción de bienes relacionales y la paridad del compromiso social” (Rosanvallon, 2011, p.374).
La reciprocidad también puede tomar la forma de equilibrio del compromiso social. El Homo reciprocans no aspira a una estricta igualdad económica cuantitativa (igualitarismo), que es difícil incluso de concebir en una sociedad de singularidad. Tampoco busca la igualdad como independencia, que es inalcanzable en una economía compleja. Por el contrario, es especialmente sensible a la igualdad de participación en la vida cívica. Esto significa que los derechos y deberes deben ser los mismos para todos, y cualquier cosa que perturbe la igualdad con respecto a las instituciones y las reglas es inaceptable. La igualdad de participación puede expresarse en términos negativos como hostilidad hacia el oportunismo, el favoritismo y otras formas de «aprovecharse del sistema» que no están disponibles para todos. Estas cosas son la forma moderna de lo que solía llamarse «privilegio». El privilegio ya no es una cuestión de excepciones legales o distinciones de nacimiento, sino más bien una forma de asimetría en la relación de los individuos con las reglas e instituciones. (Rosanvallon, 2011, pp.375–376)
La redefinición de privilegio está asociada con una representación ampliada de derechos y deberes, donde ambos tienen una función en la institución de lo social. La exigencia de la igualdad frente a la ley ya no se separa de la preocupación por las reglas de una igualdad real en el uso de las normas que definen el espacio cívico. En tal sentido, para Rosanvallon, en una sociedad de iguales, los derechos funcionan, por lo tanto, como un principio constitutivo. Siempre son relacionales, tanto como derechos de libertad o sobre ciertos bienes. Los derechos son facultades y capacidades que los individuos se otorgan mutuamente para crear una sociedad basada en la libertad y la responsabilidad de cada uno. El Estado es simplemente el garante y organizador de estas relaciones, que se sostienen por sí mismas. Los deberes y las obligaciones deben entenderse de forma similar. No pueden entenderse únicamente como restricciones y límites que las autoridades imponen a la libertad individual, ni como meros mandatos morales destinados a armonizar el comportamiento individual con los valores colectivos. También tienen un carácter relacional y desempeñan un papel en la institución de lo social. Además, los derechos y los deberes ya no pueden verse como fuerzas contrarias sujetas a las exigencias contrapuestas de la autonomía individual y la restricción social. Son instrumentos convergentes y complementarios para crear una sociedad de reciprocidad, en la que el compromiso y la individualidad de cada persona puedan consolidarse simultáneamente (Rosanvallon, 2011, p.376). La falta de respeto a estas reglas de reciprocidad, común en la sociedad moderna, genera lo que Richard Sennett ha llamado “el odio que la sociedad moderna tiene con el parasitismo” (como se citó en Rosanvallon 2011, p.377), sentimiento que está en el corazón de la producción de desconfianza social que socava la legitimidad del Estado de bienestar.
Desde el punto de vista político, Rosanvallon toma la noción de ciudadanía entendida como conjunto de derechos y como una forma social. La ciudadanía política tiene una dimensión jurídica que se traduce en el derecho al sufragio y constituye un elemento que está en el corazón del régimen democrático, aun cuando su banalización es expresión de un cierto desencanto. Por otra parte, Rosanvallon sostiene que la noción de ciudadanía civil y la de derechos humanos que la acompaña han transformado la idea misma del individuo: “Pero la ciudadanía es también una forma social. El ciudadano no es simplemente un individuo dotado de ciertos derechos; también se define por su relación con los demás, sus conciudadanos” (Rosanvallon 2011; 381). En este contexto retoma la noción de civis, persona que se une a sus iguales en la construcción de una civitas, una sociedad común para lo cual formula el término “comunalidad” para denominar esta dimensión de la ciudadanía como forma social que la diferencia de su dimensión jurídica.
No obstante, esta comunalidad se ve afectada, según Rosanvallon, por “secesión de los ricos” que se separan del mundo común (los exiliados fiscales constituyen el caso más chocante) y de la solidaridad nacional. Más allá de estos casos extremos la distancia del 1% más rico del resto de la población genera un divorcio explosivo. Pero el fenómeno no se limita a la secesión de los ricos; otras formas de separatismo operan en diversos niveles de la sociedad que ponen en cuestión y redefinen la noción de similitud que ya no refiere a condiciones generales de igualdad perdiendo así su dimensión antropológica y democrática. La sociedad se desmiembra en un conjunto de grupos similares segregados.
Esto es especialmente evidente en la organización del espacio urbano, donde las nuevas desigualdades se manifiestan más directamente. En muchos países encontramos un número creciente de comunidades cerradas. La diversidad social se expresa cada vez más a través de la yuxtaposición de espacios homogéneos, cada uno aislado de los demás. En Estados Unidos, barrios e incluso ciudades enteras están poblados por individuos que no solo exhiben características sociales y culturales comunes, sino que también comparten las mismas creencias religiosas e incluso ideas políticas. Al mismo tiempo, los grupos menos favorecidos se ven obligados a vivir en barrios de los que otros han huido. Así, el espacio urbano se ha homogeneizado cada vez más. Vivimos en la era del homomunitus, el hombre atrincherado, que se reúne tras los muros de una fortaleza en compañía de los de su clase (Rosanvallon, 2011, pp.385 -386).
No asistimos en Chile a una situación muy diferente. Esta separación se traduce en despolitización que para Rosanvallon no puede entenderse solo como una distinción menos marcada entre las derechas y las izquierdas o la desafección ciudadana frente a las elecciones sino la pérdida de vitalidad de lo que define el orden democrático, esto es, “el esfuerzo deliberado de personas de distintos tipos para organizar la vida en común” (Rosanvallon 2011, p.385 -386).
Referencias
Araujo, K. y Martuccelli, D. (2012). Desafíos comunes. Retratos de la sociedad chilena y sus individuos. Tomo 1. LOM Ediciones.
Bauman, Z. (2020). Individualmente, pero juntos. Prefacio. En U. Beck y E. Beck–Gernsheim, La individualización. El individualismo institucionalizado y sus consecuencias sociales y políticas. Paidós Estado y Sociedad 114.
Beck, U. y Beck–Gernsheim, E. (2020). La individualización. El individualismo institucionalizado y sus consecuencias sociales y políticas. Paidós Estado y Sociedad 114.
Elias, N. (2001) [1939]. The Society of Individuals. Continuum.
Rosanvallon, P. (2011). La société des égaux. Seuil.
*Eugenio Rivera Urrutia es doctor en Ciencias Económicas y Sociales por la Universidad Libre de Berlín, director ejecutivo de la Fundación La Casa Común e integrante de la coordinación del Foro por un Desarrollo Justo y Sostenible. Su más reciente publicación es Comunidad política y democracia agonística: las antinomias de Chantal Mouffe y Ernesto Laclau. (Estudios Públicos 173 (dic. 2023), 75-109). https://doi.org/10.38178/07183089/2049230327