I A la fuente del problema: la lógica perversa de la competencia
Cuando se trata de cualquier disciplina deportiva, la competencia es considerada como buena. Es buena porque estimula la voluntad de los competidores para hacerlo mejor, para superarse y, por lo tanto, selecciona a los mejores. Y de mejores en mejores, la disciplina avanza: corremos cada vez más rápido, saltamos más y más alto, etc. Sin embargo, para tener este resultado, algunas condiciones tienen que ser respetadas: que los competidores sean leales, que no hagan trampa. Para ello, tiene que haber un árbitro independiente e imparcial que verifique efectivamente la honestidad de los participantes (¡no dopaje!), él mismo no debe ser “comprado” y, también, sus decisiones deben ser respetadas. Al contrario, cuando se trata de actividades económicas y políticas, la competencia es un desastre. ¿Por qué? Por dos razones fundamentales: la primera es que los competidores tienen muy buenas razones para hacer trampas; y la segunda es que los árbitros tienen buenas razones para hacer la vista gorda ante las prácticas desleales de los competidores. Miremos esto más de cerca.
Los competidores tienen muy buenas razones para hacer trampa
Según los neoliberales de hoy, la competencia tendría virtudes casi mágicas: cada competidor, al ocuparse exclusivamente de su interés particular, contribuiría sin saberlo al interés general porque “la mano invisible del mercado” eliminaría a los malos competidores y seleccionaría a los buenos. Según esta creencia, los mejores serían los que producen y venden los bienes o servicios de mejor calidad y menos caros que los de los demás. Lamentablemente, en la práctica, esta creencia es una mentira ideológica. ¿Por qué? Porque los competidores hacen trampa. Para que sus productos de mejor calidad se vendan más baratos, los productores deben reducir sus costos de producción y aumentar así su competitividad, tanto como sea posible. Pero, para reducir sus costos de producción, los métodos que tienen tendencia a ser utilizados incitan a cometer actos contrarios al interés general (es decir, prácticas incívicas). Veamos cuáles son estas prácticas:
—Como sus antecesores, explotan y precarizan a sus trabajadores: salarios demasiado bajos (sobre todo para las mujeres, los jóvenes e incluso para los niños, según el país) y malas condiciones laborales;
—Engañan a los consumidores sobre la calidad de los productos, en particular practicando la obsolescencia programada y vendiendo productos peligrosos para la salud;
—Contaminan la naturaleza (agua, aire, tierra, subsuelo); agotan los recursos no renovables y destruyen la biodiversidad;
—Estafan a los Estados practicando el fraude fiscal y la evasión en “paraísos fiscales”; exigen reducciones de impuestos; sobornan a personajes políticos y a funcionarios;
—Privatizan los bienes comunes que deberían seguir siendo servicios públicos y no mercancías: educación, salud, información, seguridad y ciertos recursos naturales estratégicos de los que depende fuertemente el desarrollo de ciertos países;
—Trasladan sus empresas a países que les ofrecen condiciones de inversión más ventajosas; colaboran con inversionistas extranjeros que practican el imperialismo sin preocuparse por los intereses nacionales;
—Se preocupan muy poco del respeto por los derechos humanos de las mujeres, de los niños, de los inmigrantes, de los pueblos originarios de los países en los que están establecidos.
Todas estas prácticas incívicas reducen los costos de producción y, por lo tanto, aumentan de manera evidente la competitividad de quienes recurren a ellas y, por lo tanto, contribuyen a aumentar sus beneficios comerciales o financieros. El problema es que estas prácticas son incívicas, es decir, contrarias al interés general.
Si los competidores económicos se comportan de esta manera, no es porque carezcan de cualidades morales (además, ¡mi rol no es juzgarlos!). Lo que explica sus prácticas incívicas es la lógica de la competencia. Los que hacen trampas reducen sus costos, son más competitivos y conquistan mercados; los que se niegan a comportarse así, los pierden. Los que tienen cualidades cívicas y las quieren respetar no sobreviven mucho tiempo en la “jungla neoliberal”. Si no obedecen la lógica de la competencia, rápidamente serán eliminados por los menos escrupulosos. Por lo tanto, cada uno espera que sean los demás los que empiecen a cuidar el interés general.
En resumen, ¡la supuesta mano invisible del mercado, obedeciendo a la lógica de la competencia, selecciona a los competidores más tramposos y hábiles! Ellos son los que toman sus decisiones ¡con la ayuda de la inteligencia artificial!; y los que saben controlar y manipular los medios de comunicación de masa y difundir fakenews.
Los árbitros también tienen muy buenas razones para cerrar los ojos
Quienes tienen que cumplir el rol de arbitrar esta feroz competencia son, por supuesto, los que tienen que ser los garantes de la defensa del civismo, es decir, del interés general de todos los ciudadanos. Por lo tanto, son los dirigentes políticos, son los que ejercen los poderes (legislativo, ejecutivo, judicial, pero también represivo) de los Estados nacionales. Pero, lamentablemente, si la competencia se vuelve perversa cuando reina sobre la lógica económica, lo mismo ocurre cuando reina sobre la lógica política. ¿Por qué? Porque los Estados compiten entre ellos y dentro de cada uno de ellos también compiten los dirigentes de los partidos políticos. Los líderes políticos están atrapados en la misma lógica. Para conquistar y guardar a sus electores, deben hacerles promesas que respondan a la línea política de su partido y a los intereses del Estado. Una vez que son elegidos, son acosados por grupos de presión, a quienes los líderes económicos pagan para que busquen “comprar” a los políticos, sobornándolos. Por supuesto, podrían rechazar la tentación: ¡vade retro Satanás! Pero, para muchos de ellos, ¡la tentación es demasiado fuerte!
Si la competencia es despiadada en la vida económica, lo es también, y aún peor, en la vida política. Entre ellos, es bien sabido, los Estados no se hacen regalos: cuando una comunidad humana se siente más fuerte (militar o económicamente) que sus vecinas, tiende a ejercer su hegemonía sobre ellas y, a veces, a preparar la guerra para quitarles sus recursos. Esto se llama “imperialismo”. En general, quienes lo practicaron se dieron una “buena razón” para justificarlo: siempre lo hicieron en nombre del “bien” de los que se disponían a dominar. Los países más poderosos han pretendido romanizar, cristianizar, civilizar, desarrollar… como lo hicieron los europeos desde los griegos y los romanos hasta la colonización del mundo por las naciones modernas. Ha sido así durante siglos y el mundo de hoy no es una excepción a esta dura ley de la historia: China ya está comenzando a hacer lo que, desde hace un tiempo, siguen haciendo los Estados Unidos, lo que también hizo la URSS, después de Gran Bretaña y Francia, después de España y Portugal, después de… los vándalos, los ostrogodos, los visigodos, los galos, los árabes y los turcos, y tantos otros.
II Las consecuencias de la competencia perversa y de las prácticas incívicas sobre el funcionamiento de la democracia en el mundo de hoy
En el mundo de hoy, paralelamente a la competencia perversa practicada en la vida económica por los empresarios capitalistas neoliberales, y para justificarla y reforzarla, la vida política y la democracia también tienen que obedecer a los diez “mandamientos” del famoso Convenio de Washington. Este convenio prevé que los Estados nacionales deberán ponerse al servicio de los mercados. Exigir de los Estados nacionales que se pongan al servicio de la economía neoliberal es invitarlos a ser incívicos, es hacer de ellos los cómplices de las prácticas incívicas de la clase capitalista neoliberal dominante.
No es exagerado decir que vivimos en un mundo que pide ayuda… ¡a gritos! Solo para recordar, hagamos un breve intento de inventario de los problemas más graves del mundo actual. Con este inventario, no pretendo acusar el capitalismo neoliberal de ser responsable de todos los males que padece nuestro planeta. Sin embargo, como lo vamos a ver en este artículo, es evidente que estos males impiden el buen funcionamiento de la democracia. Hablo aquí de las desigualdades persistentes o crecientes (entre géneros, clases sociales, países del Norte y del Sur); de las rebeliones violentas y de varios focos persistentes de terrorismo; del aumento del populismo de la extrema derecha; de los movimientos de migración incontrolables; de las crisis ecológicas que se repiten cada año; de la generalización del individualismo y del debilitamiento de los vínculos sociales; de un sentimiento de inseguridad y de miedo, sobre todo en algunas ciudades controladas por los traficantes de drogas y de armas, pero también de la amenaza de una posible (y probable) tercera guerra mundial (en preparación en Ucrania, Gaza y mañana… ¿dónde será? …en Taiwán, en Kivu, en Sudán, en Georgia, etc.). Esto nos está conduciendo al desastre que todos tenemos: el agotamiento de los recursos de la tierra, la destrucción de nuestro planeta y, por lo tanto, el fin de la humanidad. Sabemos (con certeza) que este peligro es real; sabemos también lo que hay que hacer para evitar este desenlace fatal; pero nadie lo hace realmente. Casi todos prometen hacerlo, algunos hacen un poco, pero ¡nadie hace lo suficiente! Todos prometen, pero no cumplen como deberían. Así, estamos al borde de un colapso por tantos disfuncionamientos de la vida económica y política (1). Y el peor de todos es que los gerentes de la economía neoliberal convierten a los gobiernos y a los dirigentes políticos en cómplices de sus comportamientos incívicos.
En realidad, lo que pasa con el funcionamiento de la democracia se explica por una relación causal circular y perversa. Esta relación de causalidad articula tres hechos indiscutibles: A. El éxito mundial del capitalismo neoliberal; B. La crisis de la democracia parlamentaria representativa; y C. El auge de la extrema derecha en muchas partes del mundo. Hago tres hipótesis según las cuales estos tres hechos están ligados entre ellos por una causalidad circular que produce efectos nefastos: A causa B; B causa C; y C no causa, pero refuerza A. Veamos estas tres hipótesis.
¿Cómo A, el éxito mundial del modelo capitalista neoliberal, ha provocado B, la crisis de la democracia parlamentaria representativa?
Hay varias razones para explicar la compleja relación entre los dirigentes de la economía capitalista neoliberal y los dirigentes políticos de los Estados nacionales. Veamos cuales son estas razones.
En primer lugar, y quizá lo más importante, el Consenso de Washington exigió claramente que los Estados se pongan al servicio de los mercados y respeten las leyes del libre comercio (facilitar la liberalización de las tasas de cambio, la del comercio, la de las inversiones directas; la privatización de las empresas públicas y la desregulación de la economía). En el corazón del neoliberalismo está la idea de que el Estado debe actuar principalmente como organizador, más que como actor directo en la economía. Esta perspectiva, influida por pensadores como Friedrich Hayek y Milton Friedman, sostiene que el Estado debe crear y mantener un marco jurídico e institucional que propicie el funcionamiento eficiente de los mercados libres. Las consecuencias de esta sumisión explícita pueden ser muy graves: a los dirigentes políticos se les «pide» que ayuden a la clase capitalista neoliberal a velar por sus propios intereses privados y se la autoriza a despreocuparse del interés general. Más exactamente, se les invita a confundir el interés de la clase capitalista neoliberal con el interés general (como si fuera una sola cosa) (2) cuando, evidentemente, la ley de la competencia les incita a ciertas prácticas claramente incívicas, como hemos visto más arriba (ver el punto I).
La clase capitalista dominante (que yo prefiero llamar la “oligarquía plutocrática neoliberal”) necesita muchas reformas que solo los dirigentes políticos pueden hacer, cada uno en su país. Para conseguir semejante ayuda de los responsables políticos, los dirigentes de las empresas pueden utilizar varios medios de presión, desde el chantaje a la deslocalización y a la desocupación y, por lo tanto, a la crisis económica, hasta la corrupción descarada, con el fin de conseguir favores diversos (reducción de impuestos, del costo de la seguridad social, etc.).
Además, bajo la influencia del neoliberalismo, que valora el individualismo de la sociedad de consumo, la cultura del “progreso” ha sido sustituida por la cultura del individuo como sujeto autónomo de su vida personal. Esta mutación cultural también ha fomentado la despolitización, el abstencionismo electoral, y el repliegue de cada individuo sobre sus intereses privados.
¿Cómo B, la crisis de la democracia parlamentaria representativa, ha provocado C, el auge de la extrema derecha?
Los ciudadanos, que no son ni ignorantes ni inconscientes, ven la televisión y leen los periódicos que les informan y que se complacen en difundir noticias, a veces escandalosas. Estas noticias confirman lo que estos ciudadanos ya se inclinan a pensar de sus representantes electos y de las instituciones políticas, y confirman la legitimidad de la desconfianza de los electores. Ellos se sienten abandonados y excluidos de la vida política por sus representantes electos, acaban por despolitizarse y deslizarse poco a poco hacia la derecha, o abstenerse de votar, al menos en los países donde el voto no es obligatorio. Y cuando siguen votando, prefieren elegir candidatos nuevos, desconocidos, con una tendencia autoritaria y nacionalista muy marcada, que se presentan como conservadores, garantes del orden moral tradicional, es decir, candidatos de derecha, cuando no de extrema derecha.
Es interesante observar que la crisis de la democracia parlamentaria y representativa no ha beneficiado a la izquierda, sino a la derecha e incluso a la extrema derecha. Creo que la razón está clara. El gran proyecto democrático y progresista de la primera modernidad (la del Siglo de las Luces) no ha cumplido realmente todas sus promesas. No nos ha traído un verdadero Progreso, sino más bien algunos grandes problemas (crisis económicas y desempleo, guerras, incluidas dos guerras mundiales, y ahora una profunda crisis ecológica). De ahí el crecimiento y el éxito de un sentimiento de revalorización del pasado. La idea de que «las cosas andaban mejor antes», en la época de las tradiciones políticas (la nación heroica) o de los valores religiosos y morales, se ha ido imponiendo poco a poco. Mucha gente se ha dicho que la democracia no los ha llevado más que a una batalla campal entre partidos políticos corruptos, que ven la democracia como el arte de impedir a los gobiernos de gobernar, para que pierdan el poder en las próximas elecciones. Otros estiman que lo que necesitan es un gran líder político, joven, carismático, con autoridad y orgulloso de su país que restablecerá los valores antiguos.
Además, la extrema derecha parece haber entendido muy bien los cambios culturales que también resultan del neoliberalismo. Desde hace muchos años, yo he defendido la idea de que, con el advenimiento del modelo neoliberal, desde 1975 a 1980, hemos pasado del reinado de un modelo cultural progresista (es decir, de la concepción de la «vida buena» de la primera modernidad, la que abrió el camino de las revoluciones industriales), al reinado del modelo cultural subjetivista e individualista de la segunda modernidad. Esta mutación ha hecho de la idea de identidad (identidad personal, pero también cualquier identidad colectiva) un valor central de la cultura actual. De ahí el auge de los movimientos sociales que defienden las identidades: mujeres, homosexuales, pueblos autóctonos, regionalistas, etc. La extrema derecha utiliza siempre esta referencia a las identidades, ya sea para revalorizar las identidades nacionales, o para reactivar el racismo y estigmatizar las identidades de los chivos emisarios que son los migrantes.
Ante la inseguridad económica, parte de la población se deja convencer por la retórica populista y nacionalista, a menudo promovida por la extrema derecha, que promete restaurar la sensación de control y protección económica. La frase siguiente de Alain Caillé lo dice claramente: “La gente está cada vez más aislada y sola, buscando refugio en comunidades religiosas imaginarias o en el Estado y la Nación, que vuelven a ser muy valorados. La paradoja es que los ciudadanos eligen a políticos que dicen encarnar la Nación perdida, pero que al mismo tiempo son paladines del neoliberalismo y destructores del bien común.” (3). Agrega el mismo autor: “Las crisis económicas provocadas o exacerbadas por las políticas neoliberales, como la crisis financiera de 2008, han contribuido al auge de la extrema derecha. En estos periodos de crisis suelen aumentar el desempleo, la precariedad laboral y la ansiedad social. En este sentido, el ascenso de la extrema derecha puede verse como una reacción a la inseguridad económica y cultural causada o amplificada por décadas de neoliberalismo.” (4).
¿Cómo C, el ascenso de la extrema derecha refuerza A, el éxito del capitalismo neoliberal?
La extrema derecha es, por definición, nostálgica del pasado, es decir del modo de producción nacionalista y proteccionista que reinaba sobre la economía hasta el último cuarto de siglo XX, y del modelo cultural progresista de la primera modernidad, que daba sentido y orientación a las normas morales heredadas de esta cultura del Progreso. La extrema derecha es una fuerza política conservadora. Por lo tanto, su conducta, como bien lo escribió Alain Caillé, es necesariamente ambigua (5). Por una parte, no puede, en ningún caso, sostener unos gobiernos socialistas de la izquierda social-democrática (esto es totalmente fuera de cuestión para ella), pero, por otra parte, para tratar de seducir a los electores de izquierda, tampoco se puede declarar abiertamente a favor del modo de producción del modelo neoliberal. Por lo tanto, sus militantes se declaran “anti-sistema”: quieren ser “políticamente incorrectos”, se oponen a “la banalidad progresista”, a la “mentira igualitaria” y a “los guerreros de la justicia social”.
En ciertos casos, la extrema derecha puede ir hasta declarase antineoliberal. Pero, según Alain Callé, esta declaración solo es un discurso ideológico, vacío de contenido: afirmar esto es precisamente lo que ella tiene que decir para engañar a sus potenciales electores. En la realidad, lo que se puede observar es justamente lo contrario. Cuando la extrema derecha ejerce el poder de gobernar, está más dispuesta a ser cómplice de la plutocracia neoliberal y a votar las reformas que esta clase reclama para lograr sus mayores beneficios comerciales y financieros.
En otras palabras, como bien lo dice Alain Caillé, la extrema derecha cultiva las paradojas: “ella no restablece las regulaciones del mercado. Al contrario, propone desregularlo aún más, al tiempo que propone un reencuentro imaginario con valores tradicionales más o menos fantaseados: orden, trabajo, progreso, familia, patria. Una de las razones de su éxito es justamente que presenta una combinación esquizofrénica de pretendido amoralismo y proclamado moralismo. Por un lado, como los capitalistas neoliberales, nada la detiene cuando se trata de ganar el máximo de dinero posible. Pero, por otro lado, se pretende el guardián de la virtud y de los valores religiosos y familiares tradicionales.” (6).
Para concluir este punto, me parece claro que hay una causalidad circular viciosa entre estos tres hechos que caracterizan el mundo en el cual tiene que funcionar la democracia parlamentaria representativa de hoy. Si mis argumentos son convincentes (y creo que lo son), es fácil entender por qué los gobiernos tienen tendencia a ser inmorales. Yo diría que, para un Estado, ser incívico es, por naturaleza, ser inmoral. ¿Por qué? Simplemente porque, por definición, los Estados son las instituciones cuya función principal es defender a la ciudadanía, lo que implica castigar los actos incívicos. Por lo tanto, para un Estado, ser cómplices de los actos incívicos de la clase neoliberal dominante de hoy es claramente ser inmoral. En realidad, es el colmo de la inmoralidad para un Estado, cuya finalidad misma es obligar sus ciudadanos a ser cívicos. La expresión “un Estado incívico” es lo que llamaríamos en un oxímoron (7).
III ¿Cómo renovar la concepción de la democracia?
¿Qué hacer si la competencia lo pudre todo, si el engaño reina en todos los pisos del edificio, si todos dicen que están preocupados por el interés general, mientras lo que hacen es preocuparse por sus intereses particulares, ya sea por preferencia personal o por miedo de ser eliminados por los otros? Albert Jacquard, con su inmensa sabiduría, tenía razón cuando escribía: “Reducir la aventura humana a la competencia es reducir al individuo al rango de un primate?” (8).
Los líderes económicos y políticos deben ser estrictamente controlados por los propios ciudadanos, ayudados en esta tarea compleja por periodistas de investigación, beneficiando de la libertad de expresión. Para que esto suceda, se debe crear un movimiento social cívico en todos los países del mundo, que ejerza un control estrecho sobre los dirigentes políticos, para que, por un lado, se preocupen realmente (con acciones concretas y no solo con promesas verbales) del interés general y que, por otro lado, obliguen a los dirigentes económicos a renunciar a sus comportamientos incívicos, promulgando leyes que los castiguen muy severamente. Una fuerza transformadora, capaz de obligar a los dirigentes políticos de cada país del mundo, a exigir de los gerentes económicos neoliberales que asumen su responsabilidad con el interés generales es la única solución. Esta fuerza transformadora sería un movimiento social cívico, capaz de retomar la bandera del movimiento obrero, pero adaptándose a las nuevas condiciones de existencia del capitalismo neoliberal.
Para ser bien claro: no se trata de suprimir el capitalismo, ni tampoco el neoliberalismo; ni siquiera de hacer una nueva revolución, que solo serviría para cambiar una clase dominante por otra, con el riesgo de que sea peor. Se trata de echar las bases de un mundo donde cada persona y cada grupo social pueda vivir en paz con los otros, en el respeto de su dignidad humana.
Por una democracia más participativa y directa
La democracia no es una idea moderna: es un invento que hicieron los griegos, seis siglos antes de Cristo. Lo que sí es moderno, es el uso que hicieron de ella los filósofos del siglo XVIII y, sobre todo, los políticos que el régimen parlamentario y representativo permitió elegir. Ellos la redescubrieron, la reinterpretaron y… ¡la traicionaron! En semejante democracia representativa, no son los ciudadanos los que toman las decisiones: solo eligen a los que van a decidir para ellos, y que han sido seleccionados como candidatos y jerarquizados por los partidos políticos. Algunos de los filósofos más lúcidos del siglo XVIII, como Nicolas de Condorcet (1743-1794) o Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) se dieron cuenta, antes que todos, de la traición del ideal democrático que esta reinterpretación implicaba. Está muy claro: al delegar su poder, el pueblo lo pierde y, por lo tanto, esta democracia indirecta no garantiza que las decisiones de los elegidos serán conformes a los intereses generales. Lo cierto es que la política de los Parlamentos de hoy, cuando son dominados por elegidos favorables al neoliberalismo, no responde al interés general de los ciudadanos. Por lo tanto, seguir aplicando esta democracia indirecta solo puede empeorar la ruptura entre los ciudadanos y sus dirigentes políticos. Muy lógicamente, una buena reforma de la vida política debería tener por objetivo la creación de nuevas instituciones que garanticen una democracia directa (10), es decir un régimen en el cual los ciudadanos tomarían ellos mismos las decisiones sobre las cuestiones que consideran como importantes. Es la única manera de reconciliar a los ciudadanos con la política, de parar el maremoto de la extrema derecha, y de obligar a la plutocracia capitalista neoliberal a preocuparse más del interés general que de sus intereses particulares. En resumen, la democracia necesita urgentemente ser reformada.
¿Cuáles serían las nuevas instituciones democráticas?
El referéndum constitucional obligatorio
La Constitución es la ley fundamental que sustenta el contrato social, es decir, la coexistencia pacífica de todos los grupos de interés que lo componen. Sin embargo, para que esta carta «pueda desempeñar esta función esencial de cohesión de una comunidad política, sus enmiendas tienen que ser la ocasión de debates entre ciudadanos” (10).
El derecho de iniciativa y de decisión popular en materia legislativa
Las leyes podrían ser propuestas directamente por los ciudadanos. Un número predefinido (más o menos numeroso) de ciudadanos podría tener el derecho de exigir de los parlamentarios que tomen en consideración, que discutan y que legislen sobre tal o tal cuestión que, según ellos, parece digna de ser objeto de una nueva ley. Una vez elaborada, la proposición de ley del Parlamento podría ser objeto de un referéndum decisional.
El derecho de revocar a los elegidos que no cumplen con sus promesas
Los ciudadanos deberían tener el derecho de revocar los mandatos de los representantes (desde los diputados hasta el presidente de la República) que, según ellos, una vez elegidos por unos años, dejaron de ocuparse de las promesas que hicieron a sus electores y solo se preocuparon por sus intereses privados o los de su partido.
Sancionar severamente la colusión y la corrupción
Deben promulgarse fuertes sanciones legales contra cualquier forma de colusión o corrupción. A menudo pienso que la principal razón por la que muchos países del Sur no se desarrollan es porque sus dirigentes políticos están dispuestos a dejarse “comprar” por el imperialismo. No les interesa el desarrollo de su país (salvo de palabra) sino el poder político, al que se aferran porque les hace ricos. Por lo tanto, los tribunales deberían aplicar sanciones legales muy severas, con el fin de desalentar definitivamente cualquier tentación en este ámbito. Y no solo hay que castigar a los corruptos, sino también a los corruptores.
Sancionar severamente el uso de medios violentos de represión
Las fuerzas del orden deben estar mucho mejor formadas y no se les debe permitir utilizar medios de represión desproporcionados. Manifestarse es un derecho civil. Como todo derecho, quienes se benefician de él deben saber que hay límites legales que no deben cruzarse. Pero no es justo que se les reprima hasta el punto de arriesgarse a sufrir lesiones graves o incluso la muerte. Tampoco puede ser correcto que no se reprima a todo el mundo de la misma manera (el racismo y el sexismo son actitudes discriminatorias comunes e inaceptables).
Todas estas medidas contribuirían en gran medida a restablecer una de las condiciones esenciales de la democracia política: la confianza de los ciudadanos en las instituciones de su Estado y, en particular, en las relacionadas con el ejercicio de los poderes políticos (ejecutivo, legislativo, judicial y represivo).
Notas
(1) El lector encontrará varios ejemplos de estos procesos de “autodestrucción consciente” en el libro de Jared M. Diamond titulado Colapsos. ¿Cómo deciden las sociedades su propia desaparición o supervivencia? (editado en francés por Gallimard, NRF, Ensayos, 2006).
(2) La especificidad de toda ideología es, precisamente, hacer pasar el interés de un actor dominante como si fuera el interés de todos.
(3) Alain Caillé: “L’extrême droite naît des paradoxes du néolibéralisme”, en www.philomag.com
(4) Alain Caillé, Idem.
(5) Para darse cuenta de hasta qué punto A. Caillé tiene razón cuando dice que la extrema derecha es “ambigua”, hay que leer también el interesante artículo de Pablo Stefanoni, “¿Libertad sin democracia? Distopías neo-reaccionarias que recorren el mundo”, en Revista Nueva Sociedad, n°315, enero-febrero 2025.
(6) A. Caillé, op. cit.
(7) Un oxímoron es lo contrario de un pleonasmo: es una expresión compuesta de dos palabras que se contradicen (y no que dicen lo mismo como en un pleonasmo). Ejemplo: un silencio atronador (RAE).
(8) Albert Jacquard, «Cambiar las reglas o hundirse» en Manière de voir. Le Monde diplomatique n° 137, octubre-noviembre 2014, p. 87.
(9) Este proyecto de reforma ha sido formulado muy concretamente por dos militantes ecologistas belgas, Christophe Derenne y Olivier Petit, en su excelente libro, lleno de buenas ideas: Changer de régime politique! Vers une démocratie plus directe (Liège, Namur, Édition Luc Pire, collection Etópia, 2024).
(10) Los autores (Ch. Derenne y O. Petit) señalan que la Constitución de Bélgica ha conocido seis reformas importantes en cincuenta años, sin que los ciudadanos hayan sido consultados. Estas decisiones fueron tomadas por los partidos y sus delegados en el Parlamento sin ninguna otra forma de consulta. Esto es intolerable.
*Esta es la primera de tres partes de un ensayo que presenta una visión global de la democracia, el desarrollo y el socialismo, preparado especialmente por el autor para el Portal Socialista.
**Guy Bajoit es profesor emérito de Sociología del Desarrollo y del Cambio Social y Cultural en la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica); es también investigador del CRIDIS (Centro de Investigación Interdisciplinaria Democracia, Institución y Subjetividad) de la misma universidad y presidente del CETRI (Centro Tricontinental, creado en 1976 por el profesor François Houtart, con la finalidad de contribuir al desarrollo de los países del Sur).
Nota del autor: agradezco mi amigo Mario Sandoval por su relectura meticulosa de este texto y sus numerosas correcciones.
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